Las vendedoras de San Camilo

Desde los inicios de San Camilo, a fines del siglo XIX, las mujeres han atendido el mesón de venta, como en casi todas las panaderías de Chile. La buena atención, la amabilidad y la preocupación por los clientes son destrezas que históricamente ha quedado en sus manos.

Antes la vida no se concebía sin pan fresco y humeante, sacado con la mano y sin tenazas de los cajones de madera, tapados con una velo de género. Las personas compraban pan varias veces al día y, en el mesón, las vendedoras corrían para tomar los pedidos, escribían los vales con bic y, como no existían las bolsas plásticas, todo lo empaquetaban. El pan se entregaba en cambuchos de papel café de distintos tamaños, dependiendo de la cantidad. Las colizas y los bollos más grandes se envolvían en papel y se amarraban con pitilla. Los pasteles se disponían en una bandeja de cartón y se cubrían con papel bien amarrado con pita, para armar un paquete firme y transportable. Envolver era un arte que tomaba tiempo dominar y requería cierta destreza. A veces un cliente pedía que le envolvieran cinco bollos o tres colizas de kilo. No era infrecuente que al dar la vuelta la pita al enorme paquete, los panes salieran volando por encima del mesón.


“Cuando trabajaba en el local de García Reyes, conocía a todos los clientes. Los universitarios siempre compraban un pancito, una rebanada de queso, una de jamón. Entonces yo les partía el pan.
“Ya, mijito, tome”. Se iban contentos, porque no cuesta nada
hacer un gesto amable”.

Margarita Morales (81), vendedora jubilada.
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En la caja, la copia de las boletas y vales se pegaban con un engrudo a base de harina y agua cocinado por las mismas vendedoras. Como la computación se comenzó a implementar en los años 90, hasta esa década todos los pedidos diarios se registraban en un libro con el nombre de cada sucursal. Hoy las encargadas de las sucursales llevan ese registro de manera digital y lo envían a diario por correo electrónico a la sede central. Las antiguas cajas registradoras con manilla y rollo de papel duraron hasta pasados los años 80 en San Camilo.

“Una abuelita que vive por aquí cerca viene todos los domingos a comprar. ‘Cinco fricas chicas’, dice, porque le gusta el pan blandito. Va a la iglesia y a la vuelta pasa a buscar su pan. Trae siempre una bolsita plástica de San Camilo, dobladita. ‘Abuelita, hay que cambiar esa bolsita, porque está sucia’, le decimos a veces”.

Elena Canales (58), encargada de local de Matucana con Alameda,
con más de 40 años en la panadería.
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Con un delantal blanco cruzado, de algodón, hasta la rodilla, y una toquita en el pelo, las vendedoras de San Camilo atendieron al público durante varias décadas. “Las toquitas las almidonaba en mi casa para que quedaran bien blancas y nos veíamos lindas”, relata Yolanda Rivas, hoy jubilada, quien trabajó más de 45 años en la panadería. Las cajeras, en cambio, usaban un traje de color turquesa. Después de varios años con el mismo uniforme, San Camilo incursionó en nuevos diseños, más cómodos y prácticos, aunque siempre sentadores.